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Qué pasa cuando una minivan se transforma en una máquina musical

En una bochornosa tarde de agosto en Randalls Island, me encontraba en un campo de Honda Odysseys y CR-Vs, carros equipados con filas de tweeters y subwoofers: altavoces especializados de altas frecuencias y de subgraves. Las bocinas estaban colocadas en los techos de los automóviles o alineados en los maleteros de los vehículos como artillería ligera, pintados en amarillo canario, rojo sangre y azul índigo.

Esta es la cultura dominicana del car audio, tristemente célebre en Nueva York. En TikTok se parodia a menudo, capturando la tragicomedia de vivir en esta ciudad: “Intentando dormir en Nueva York”, dice un texto recurrente, acompañado de la imagen del momento en que el estruendo de los bajos golpean sorpresivamente a un insomne involuntario y lo sacan de la cama.

Si vives en ciertas partes de Nueva York, esto te resultará demasiado conocido. Es el sonido de la bachata, el dembow y el merengue típico que se infiltra en todos los rincones de la ciudad los fines de semana, hasta que la policía intenta apagar la música y comienza el juego del gato y el ratón. Se trata de un mundo secreto de placer y protesta que se vuelve escandalosamente público.

Mis guías esa noche eran Carlos Cruz, el líder del equipo Viruz, y su mujer, Karina. Llevaban camisetas a juego, con textos en verde neón y señalética de peligro biológico, y sus apodos inscritos en la espalda: Virus y La Bambina.

Carlos es musicólogo; los entusiastas como él tienen carros con sistemas de sonido personalizados, y en los encuentros y espectáculos son como DJ e ingenieros de directo que seleccionan las canciones y mezclan niveles para conseguir el máximo efecto auditivo. Algunos prefieren un sonido limpio: un audio de alta calidad que les permita escuchar la textura de los golpes de la batería y los rasguños metálicos de la güira en el merengue típico. Otros simplemente apuestan por el volumen, del tipo que asfixia a sus contrincantes y hace que los globos oculares vibren fuera de sus órbitas.

“Si no sientes que te está ahorcando, no sirve”, dijo Carlos entre risas.

En el camino del Bronx a Randalls Island, Carlos, de 57 años, y Karina, de 44, me descifraron la terminología de los musicólogos. Hay instaladores, los que colocan equipos y baterías auxiliares en los vehículos, que se conocen como builds o proyectos. Los instaladores suelen tener sus propios talleres de carrocería, que también albergan a los equipos de sonido, los grupos que se reúnen en encuentros informales en estacionamientos o participan en competencias con jurado en todo Estados Unidos, a la caza de trofeos y el derecho de presumir. Karina explica que hay personas que preparan memorias USB repletas de MP3; otras diseñan y construyen cajas de madera para los altavoces. El proceso puede demorar hasta cinco meses.

Los equipos de Randalls Island han gastado decenas de miles de dólares en personalizar sus proyectos. Y aunque Nueva York sigue siendo un baluarte de esta cultura, la comunidad se ha extendido fuera de los cinco distritos de Nueva York y por toda la Costa Este.

Josue Manzueta, del equipo La Movie es nuevo en el ambiente. Saliendo de su trabajo diurno en una tienda de celulares T-Mobile en Long Island, se presentó en un estacionamiento cerca del parque Flushing Meadows Corona en Queens, a bordo de un Honda Accord Sport blanco de 2020, por lo demás discreto. Preparó su radio y un pequeño chuchero, un mueble con altavoces, tweeters y a veces una bocina, y lo montó rápidamente encima del carro, reorganizando el vehículo y su contenido como un Transformer. Su sedán tiene una matrícula personalizada en la que se lee, en mayúsculas, “Q DULCE”.

A Manzueta, de 20 años, su padre le enseñó la cultura de los equipos de sonido para carros. “En la República Dominicana, tenía una minivan enorme con diez bocinas y 18 bajos”, explica. Sus padres acabaron emigrando a Estados Unidos, donde nació Manzueta. “Me trajo a un evento exactamente donde estamos ahora, hace como seis años. Y me enamoré”, dijo Manzueta.

El equipo La Movie sigue creciendo, por lo que sus integrantes se reúnen sobre todo para pasar el fin de semana. “No compito mucho”, dice Manzueta. “Pero si alguien viene y trata de poner su música por encima de la mía, ¡voy a subirle a mi [improperio]!”, se rio. “‘¡Oye, tu música es una mierda!’”, hace la pantomima, con una sonrisa de oreja a oreja. “Me encanta decir tonterías”.

Los musicólogos que tienen proyectos más grandes suelen reunirse durante el día en ferias de autos, donde tienen permisos y están a salvo de la policía. Pero los que tienen proyectos más pequeños se reúnen a deshoras, de manera informal, cuando los miembros del equipo no están trabajando.

Los musicólogos y la policía están casi siempre enfrentados. “O la policía viene enseguida o ya está aquí esperándonos”, dice Eddie Peña, un instalador a tiempo parcial de 21 años que maneja el Instagram de Team La Movie, señalando una furgoneta de policía en la distancia, con las torretas ya encendidas.

A veces, los policías se abalanzan cuando empieza la música y ordenan a los equipos que la apaguen. Si la cosa va a más, suele haber confiscaciones de autos, y es la peor pesadilla de un musicólogo, sobre todo si has invertido miles de dólares en personalizar tu carro. Si la policía no puede retirar fácilmente los altavoces, se lleva el vehículo con todo y emite una citación judicial que puede conllevar multas. Peña dice que los musicólogos pueden tardar meses para recuperar su vehículo del depósito, y si no tienen el título de propiedad del auto, este acaba en una subasta de la policía.

“Siento que la mayoría de nosotros somos muy mal interpretados [como] delincuentes”, dijo Manzueta. “Y no lo somos. La mayoría de nosotros tenemos trabajos de 9 a 5. Llevamos una vida honesta”.

Es una cultura nacida del amor por el sonido, por la comunidad, una cuna de pertenencia a un país al que es difícil llamar propio. Es un eco del estruendo que satura la vida en la República Dominicana, el que ocupa las esquinas, las casas y los colmados. Una disidencia sonora heredada, transmitida por las experiencias de la migración.

“Me encanta escuchar música fuerte. Me encanta ver gente”, dice Manzueta. “Y definitivamente hay una fuente de orgullo ahí”. Uno de sus géneros favoritos para tocar es el típico, un estilo de merengue tradicional dominicano. “Me encanta representar a mi país”.

En una tarde nublada de finales de agosto, en su taller de carrocería de Island Park, en Long Island, Adrián Abreu Bonifacio se limpiaba el sueño de los ojos. El taller era un desastre. Cubos de plástico con clavos salpicaban el suelo. El porche trasero rebosaba de esqueletos de cajas acústicas y tablones de madera sobrantes. Había pasado los dos últimos días trabajando sin descanso con un cliente que había venido de Texas para montar su sistema desde cero en el taller de Abreu Bonifacio.

La joya de la corona de Abreu Bonifacio es La Perra Blanca, una minivan que diseñó y construyó para un cliente a principios de este año. Cuenta con interiores de cuero de color manzana y un arsenal de altavoces de subgraves y altavoces de altas frecuencias de agudos rojos y blancos a juego en el techo, ajustables por control remoto. En el interior, hay cuatro subwoofers de 21 pulgadas. “Somos las primeras personas en sacar este tipo de proyecto”, dice, radiante.

Puede que Abreu Bonifacio, de 36 años, esté muy solicitado hoy en día, pero alguna vez fue solo un niño en la República Dominicana que jugaba con las radios de los carros. “Mi papá arreglaba carros”, explica. “A la gente se le dañaban los carros y los llevaban a la casa. Los radios los sacaba, sacaba las bocinas”. A los 9 años ya sabía cómo instalar un equipo de radio. Y tenía 13 años cuando terminó su primera personalización: una pasola, la palabra dominicana para designar una motoneta.

Hoy, Abreu Bonifacio es un instalador a tiempo completo. “Cuando empecé, solo tenía el amor de hacerlo, pero no tenía conocimiento de dónde sacar los recursos”, dice. Su mujer, Carolina, que estaba en la oficina de su taller de carrocería, soltó una risita al recordar que, cuando no tenía la ferretería adecuada, su marido estropeaba su cubertería, usando cuchillos y tenedores como herramientas improvisadas.

Dijo que este ambiente se ha expandido tanto que se ha vuelto en algo así como un deporte, tan competitivo como el béisbol o el fútbol. Y aunque la cultura del car audio es popular en diferentes comunidades de la diáspora afrocaribeña y latinoamericana, en la zona tristate, donde se juntan Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey, son los dominicanos los que eclipsan al resto. “Es muy difícil ver a alguien con un proyecto de esa magnitud que no sea dominicano”, dijo. “Todo el mundo tiene estilo diferente. Pero los bass y la voz, así que suenan tan duro, solo los dominicanos lo usamos”.

“Los dominicanos en este país somos lo que hacemos desorden”, sonrió.

Un desorden: un alboroto, una perturbación, una conmoción. El último fin de semana de agosto estaba previsto otro más. Pero no era un desorden cualquiera. Se trataba de un tipo específico de euforia palpitante y vibrante: una exposición de carros en el Wall Stadium Speedway de Wall Township, Nueva Jersey.

Las furgonetas pintadas con colores neón magentas y rosa pastel se reúnen en enormes círculos, los altavoces de sus techos parecen abrazarse, y los enjambres de espectadores se reúnen dentro de los anillos. Los parabrisas de los carros, las camisetas y las gorras estaban adornados con los nombres de los equipos y proyectos escritos en letras mayúsculas: LA ABUSADORA y TEAM BELLO y LA SUPER RABIOSA.

Y, por supuesto, había música. El bajo vibraba en el aire, expandiéndose y contrayéndose como las palpitaciones del corazón. En cada una de las multitudes, los musicólogos hacían sonar las canciones por encima de sus rivales ubicados al otro lado del círculo, con la esperanza de ahogarlos.

En el estruendo del desorden, los adversarios se situaban frente a frente en los techos de los carros, asomando por encima de la gente. Sus dedos se juntaban en forma de boca para burlarse de los insultos de sus oponentes. Los pasaban sobre el cuello, simulando una garganta cortada. Otro escribió un mensaje en su celular en mayúsculas y lo paseó: NO SON DE NÁ.

Al igual que los de Manzueta, estos insultos eran inofensivos. En cambio, flotaba en el aire una sensación de intimidad, el tipo de intimidad que fundamenta la vida caribeña diaspórica. Aquí se podía sentir la comodidad y la afinidad que habita en el ruido, en el consuelo de la charla exagerada. Era un idilio fluido, que rechazaba la pequeñez y el silencio.

Source: Music - nytimes.com


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